A mi madre le dijeron que no me podía dar teta porque solo tenía calostro. Le dijeron que no tenía leche y se lo creyó. No tuvo opción.
Que no sabía parir y que los médicos lo harían todo por ella. La anestesiaron por completo para poder “ir a por faena”.
Se despertó en una sala de recuperación y yo no estaba con ella. Durante horas estuvo sola… esperando.
Cuando la bajaron a la habitación no se pudo hacer cargo de mí. Las enfermeras me llevaban y me traían, me lavaban, me cuidaban, me alimentaban ellas.
Estaba deseando irse a su casa para poder hacer lo que quisiera.
Crecí escuchando el relato de mi parto y el de mi hermana, muy parecido al mío propio. Nunca fue algo que se dijera explícitamente, pero aprendí el miedo a que me tocaran en el parto. Un miedo tangible y real. Mi hermana sufrió las consecuencias de un parto medicalizado en su propia piel.
Ella fue la que se llevó la peor parte, la de un sistema sanitario invasivo y iatrogénico, y un sistema educativo implacable y competitivo.
Le dijeron que los niños tienen que crecer con disciplina y el castigo físico es importante. Que un cachete es una buena manera de aprender. Pero sólo una vez recuerdo que lo hiciera y en un momento en el que perdió los nervios. Nunca más.
Que todos los niños tenían que aprender igual, que todos tenían que poner codos y ser disciplinados.
Pero ella sacó a mi hermana de ese sistema educativo en cuanto pudo. Ella sabía que mi hermana aprendía de forma diferente, pero a nadie parecía importarle lo que ella pensara.
El relato del parto de mi hermana me ha perseguido siempre. Los problemas en la escuela y la exclusión social. Por ellas dos, mi madre y mi hermana, yo parí dos veces sin anestesia y sin intervenciones.
Mi madre fue madre en una época en la que se daba por hecho que tenía que quedarse en casa y que no podía trabajar. No tuvo opción. Se quedó en casa, pero trabajó cosiendo puños y cuellos de camisa en una máquina de coser que estaba en el comedor.
“Nunca dependas económicamente de un hombre” me dijo.
A mi madre le dijeron que no podía estudiar. Y cuando mi padre tuvo que cerrar la empresa empezó a estudiar para ser trabajadora familiar y se sacó el título. Luego el de técnico de atención sociosanitaria. Y cursos y más cursos. Y trabajó hasta que se jubiló.
Ella estuvo siempre ahí, en la sombra, atenta a todo lo que pasaba. Y haciendo lo que le daba la gana, de forma sutil y silenciosa. Sin que se notara demasiado.
Recuerdo como me animaba a estudiar, a tener una profesión.
Durante la carrera de Derecho ella escuchaba mis argumentos y contraargumentos analizando sentencias y leyes. Debatía conmigo y me daba la vuelta obligándome a seguir buscando y aprendiendo.
“Nunca des nada por sentado”.
Acabé la carrera y me casé. O me casé y acabé la carrera, más bien. Nunca ejercí como abogada, pero nunca he dejado de trabajar. Hasta que llegó el diagnóstico de mi hijo.
Entonces fue cuando me di cuenta de todo el sufrimiento por el que tenía que haber pasado mi madre.
Tratando de dar alas a una hija que podía volar y de proteger a una hija a la que el mundo ponía todo tipo de trabas para hacerlo.
A mi madre…y a todas las madres que fueron madres sin opciones, a las que se rebelaron en la sombra y a las que tuvieron que acatar. A todas ellas, gracias.
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