Hace unos días esta foto, la que encabeza la entrada de hoy, ha salido publicada en redes sociales y medios de información.
Como siempre, generando polémica y posiciones encontradas. Los que la critican y los que la alaban. No sé gran cosa de la historia que hay detrás de ella. Por lo que he podido ver, es una policía que estando de servicio en un hospital amamantó a un bebé que lloraba inconsolablemente. El bebé en cuestión, junto con sus hermanos, estaba en el hospital puesto que servicios sociales había separado a los padres de sus hijos, por estar desempleados y tener problemas de adicción. La policía pidió permiso al hospital para amamantar al bebé y lo hizo a pesar de “la mugre y del olor”, dicen en algunos artículos.
Antes de ser madre, ya os digo que la imagen me hubiera dado repelús y un sentimiento de incomprensión incontrolable. Como aquella vez que vi a mi tía con mi primo en brazos, un bebé de pocas semanas, que echó un poco de leche encima del hombro de mi tía y ella se lo limpió con la mano y ya está. ¡Qué asco! Cuando tenga un hijo a mi eso no me va a pasar, porque no lo cogeré así, en brazos, como ella.
Lo que cambian las cosas, que no iba a coger a mis hijos en brazos, que iban a dormir en su cuna toda la noche y ¡nada de portarse mal! Mis hijos iban a estar super bien educados y por supuesto todo iba a ser muy fácil. Quien me iba a decir a mí, en aquel momento, que mi hijo tendría una hermana de leche.
Menuda caída en picado que me llevé. He acabado haciendo colecho, porteando a mis hijos en pouch, en fular, en mochila, y el concepto de portarse mal os puedo asegurar que adquirió una nueva dimensión con un niño con autismo sin diagnosticar.
Al nacer mi hijo viví un puerperio intenso, con llantos (de mi hijo y propios), dificultades con la lactancia y, en fin, básicamente lo que nos pasa a todas, la realidad me dio tal bofetada que me desmontó entera. Nadie me avisó. O si me lo dijeron pensé lo mismo que cuando vi a mi tía con su hijo echándole leche encima: a mí no me va a pasar, yo no voy a cometer los mismos errores, yo lo voy a hacer mejor.
Pero no fue así, desde bien pequeño era intenso en todo lo que hacía, era difícil ponerle freno a su necesidad de movimiento. ¿El autismo? ¿Su forma de ser? No lo sé. Para dormirlo: movimiento, para calmarlo: movimiento, para jugar: movimiento, para interactuar con los demás: movimiento. ¿Os he explicado que con un año y poco llegaba al parque y le daba un empujón a los niños para tirarlos al suelo? Esa era su forma de saludar.
A sus seis meses de vida volví al trabajo y él empezó en el jardín de infancia. Duró poco: primero resfriados, después bronquitis y finalmente una neumonía lo llevó a estar tres días ingresado en un hospital.
Decidí dejar el trabajo porque en aquel momento no tenía apoyos; o las personas que me podían ayudar estaban lejos, o las que estaban cerca criticaban mi forma de criar: la lactancia materna, el colecho y el porteo.
Por una serie de acontecimientos que no vienen al caso, acabé trabajando cuatro horas en la oficina y tres en casa de teletrabajo. Agotador, aunque bien mirado, creo que nunca he dejado de sentirme cansada y agotada. Es mi estado natural, el mío y el de la mayoría de las madres, para qué nos vamos a engañar. Épocas mejores y épocas peores, pero cansada, al fin y al cabo.
Mientras yo hacía la media jornada presencial, estuvo una temporada al cuidado de canguros por las mañanas, pero no me convencía la situación. No acababa de encontrar nadie de mi confianza. La casualidad quiso que una madre del grupo de lactancia buscara otra mamá para compartir la crianza. Ella trabajaba un par de horas por la tarde y yo trabajaba cuatro horas por la mañana. El acuerdo era ideal. Éramos dos madres con opciones de crianza parecidas, las dos alimentábamos con lactancia materna, porteábamos y colechábamos.
Sí, ella alimentó a mi hijo con su teta y yo a su hija con la mía. Nuestros hijos primogénitos son hermanos de leche.
Por la mañana le dejaba a mi peque en su casa, yo volvía a mediodía, comíamos juntas y por la tarde ella trabajaba, me quedaba en su casa con su nena y el mío y luego, a su regreso, yo volvía a mi casa a media tarde. Las horas de trabajo en casa las hacía levantándome a horas intempestivas de la mañana o acostándome tarde, robándole horas al sueño y a mi descanso.
Cuando empezamos a compartir la crianza mi peque tenia 18 meses, empezaba a seleccionar la comida, dejó de comer muchos alimentos, empezó a desarrollar comportamientos obsesivos y su lenguaje se detuvo, empezaron las ecolalias. A esas alturas yo ya estaba harta del maltrato al que te someten ciertos pediatras que solo ven que le das teta a tu hijo. Ante mi consulta por su comportamiento, la respuesta era: no le des teta y oblígale a comer, si solo toma zumo de naranja y no bebe nada más es porque le dejas, oblígale a beber agua, y otras tonterías parecidas. Que yo dijera que el niño explotaba cada vez que le negaba el zumo de naranja y que no sabía que hacer con él, era motivo de descrédito, de burla y por supuesto, nadie se planteó mirar más allá de una madre agotada y desesperada y aparentemente inútil. Probablemente (o no) antes de los 18 meses una mirada experta hubiera ya podido ver cosas en el desarrollo del peque que llamaban la atención. Como cuando le expliqué a la pediatra que mi hijo me echaba de la habitación para jugar solo y que solo jugaba a alinear objetos.
Así las cosas, eran dos bebés lactantes, compartiendo madre a ratos, y un día a mi regreso a mediodía para comer, mi amiga estaba muy incómoda, inquieta, nerviosa pero no me decía nada.
Y en la sobremesa me dijo que me tenía que contar una cosa, que le había pillado de improviso, que no sabía si me iba a enfadar, que no había podido evitarlo y que si me molestaba me prometía que no lo volvería a hacer.
Mi peque se enganchó a su teta para dormir. Tal cual. Me quedé muda. No le podía echar en cara nada porque a esas alturas sabía perfectamente lo que es oír llorar a un bebé que no era mío y tener una subida de leche.
Hablamos muy seriamente las dos, quedó claro que ninguna tenia VIH, ya nos conocíamos, no fumábamos, no tomábamos alcohol, ninguna enfermedad contagiosa y nuestros maridos tampoco.
Nos pilló de improviso y lo resolvimos hablando y dialogando. Al poco su hija se enganchó a mi teta para calmarse también y asi fue como los dos son hermanos de leche.
Es un comportamiento natural y mamífero. Cuando un bebé llora, todos estamos programados para querer calmarlo. Por eso el llanto de un bebé puede ser tan desesperante a nuestros oídos. Las madres que lactan además tienen una respuesta hormonal ante el llanto que es la subida de la leche.
Que sea natural y mamífero no significa que tengamos que ponernos a amamantar cualquier bebé que llore a nuestro alrededor. Significa que, si nos pasa con una amiga, o una vecina o como a la policía que amamantó a aquel bebé, lo podemos hablar, pedir permiso, asegurarnos que no tenemos enfermedades contagiosas, y llevamos una vida sana, y si estamos de acuerdo y nos sentimos cómodas, podemos hacerlo y no pasa nada. Y si decidimos no hacerlo, tampoco pasa nada. Absolutamente nada.
A nosotras nos pilló de improviso y no estábamos preparadas para esa situación, lo tuvimos que hablar una vez ya estaba hecho y eso en realidad, no es la situación ideal. Lo mejor seria poder hacernos analíticas de sangre previas a la situación y despejar dudas y temores antes de que suceda. Desde luego, ella era de mi confianza, si no tampoco le hubiera dejado a mi hijo para que lo cuidara. Y para ella, yo era de su confianza, tampoco me hubiera dejado su hija a mi cuidado.
Mi relación con ella y su familia todavía perdura y aunque en la distancia, dado que marcharon a vivir al extranjero, mi hijo y su hija son hermanos de leche y nosotras mamás nodrizas o didas, como se dice en catalán, que me gusta mucho más.
Este es un tema tabú en nuestra sociedad, no se comenta, no se habla, pero creo que si preguntáramos en los grupos de lactancia, en los grupos de postparto y en los de crianza, tal vez descubriríamos que son muchas más las historias similares a la nuestra de lo que parece.
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