El día que decidió que no acompañaba más a su hermano a terapia fue la crónica de una explosión anunciada.
Llevaba semanas diciendo que se aburría, que se quedaba sola en casa, que hacía mucho frío y en casa estaba calentita, que estaba cansada y que sé yo qué más.
Y explotó. Una rabieta como las que hacía tiempo no tenía. Potente. Con una onda expansiva que llegaba hasta el último piso del edificio.
#PequeñoThor empezó también a gritar y a aletear y a pedir a su hermana a voz en grito que se callara.
La puerta abierta de casa, él en el rellano, yo en la entrada intentando que se pusiera la chaqueta y los zapatos.
No había manera. Imposible. En esos momentos pasan por tu mente mil cosas menos todas aquellas frases leídas y releídas sobre cómo manejar una rabieta de forma respetuosa.
El reloj va contando los segundos. #PequeñoThor entrando en barrena, la puerta abierta, el sonido de los gritos de mis hijos amplificado al chocar contra las paredes de la escalera creando un eco ensordecedor.
Ni un «sé qué no quieres salir de casa, entiendo tus sentimientos, pero ahora no podemos quedarnos en casa».
Por supuesto tampoco decirle que si llegábamos tarde a la visita la teníamos que pagar igual aunque se quedara en media visita.
Evidentemente tampoco decirle que su hermano necesita esa terapia como agua de mayo.
Ni chocolate, ni un juguete en el bazar, ni el parque ni, perdón por la expresión, ostias en vinagre.
Ella quería quedarse en SU casa. Porque estaba harta de ir a caballo de su hermano a todas partes, harta de salas de espera, de salir y entrar de casa cuando no le apetecía, de no tener su espacio.
Ni crianza respetuosa ni ostias en vinagre. Ya lo he dicho, ¿verdad?
Metí en mi bolso sus zapatos de cualquier manera, cogí su chaqueta y la cogí a ella como pude aguantando estoicamente los gritos y las amenazas
Mire a #PequeñoThor a los ojos y le dije gritando: ¡Vete a la calle ya! ¡Y me esperas! ¡corre!
Y allá que se fue el pobre escopeteado escaleras abajo huyendo del ruido ensordecedor de la escalera y de su hermana.
Más tranquila (yo) sabiendo que almenos tenía a uno más o menos controlado, esperando en la calle, dando vueltas probablemente en el poco espacio que queda libre entre los coches y la acera, repitiendo internamente algún diálogo de algún video de you tube, intentando regularse de nuevo y calmarse, empecé a caminar escaleras abajo.
Fui bajando como pude porque se agarraba a la barandilla y no había quién diera un paso.
Se fue calmando y logré que me escuchara un poco. Me pidió que la dejara en el suelo. Bajó las escaleras descalza y con la ropa desastrada con más dignidad que cualquier estrella de cine caminando por la alfombra roja.
Sin apenas mirarme, al final de la escalera, se paró dándome la espalda. Le dije: ¿te pones los zapatos?
No me contestó, pero se sentó en el suelo y esperó a que se los pusiera yo. Con la chaqueta lo mismo.
Y salimos a la calle.
Sin hablar. Sin dirigirme la palabra. Hasta el coche donde empezó a sollozar y quejarse amargamente de que no quería acompañar nunca más a su hermano a terapia.
Le prometí que buscaría una solución, pero que necesitaba tiempo. Que encontraría la manera de que no tuviera que acompañar a su hermano, pero que sola no se podía quedar en casa porque era pequeñita.
Y así conseguimos llegar a tiempo a la terapia de su hermano.
Ahora yo escribo estas líneas, mientras #PequeñoThor está con su padre en casa y yo soy la que está en la sala de espera, esperando a que ella salga de terapia.
Porque ser hermana de un peque con discapacidad no es fácil.
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